De Montserrat a Monserrate

marzo 16, 2006

Astucias primarias

Estimado juglar.

Siendo catalombiano, considero casi propios los avatares políticos que sufre Colombia. Así pues, sigo con creciente interés cuantas elecciones allí les convocan.

Sin querer entrar en el análisis de las más recientes, que me resultan demasiadas papeletas para un solo día, veo con sorpresa que las elecciones primarias de cada partido no son sólo para los militantes de cada uno, como aquí en Cataluña (y eso los escasos partidos no usan en mayor o menor medida la "dedocracia" para designar candidato), sino que están abiertas a todo el electorado colombiano.

Y más sorprendente es leer ver que otro compatriota de la blogosfera colombiana (el señor Castañeda) sospecha prácticamente lo mismo que el que suscribe: no hay forma de impedir que los votantes de un partido aprovechen las primarias del contrario para ensalzar al peor candidato contrario y, así, asegurarse la futura victoria del candidato propio.

Especulaciones aparte, y confesando la ignorancia que sufro sobre el funcionamiento de las repúblicas presidencialistas (a veces pienso que vivo en una monarquía bananera) no puedo evitar el paralelismo que veo entre las Elecciones Presidenciales de Colombia 2006 y las Elecciones Generales de España 2000.

Hacía cuatro años que el PSOE (socialistas, o más bien liberales para entendernos) había perdido el poder en manos del PP (conservadores, pero sin llegar a la ultraderecha que actualmente rezuman) y andaban más perdidos que un pulpo en un garaje (léase "mosco en leche"). Y en esto que tuvieron la feliz idea de convocar elecciones primarias, de las cuales salió un candidato socialista llamado Josep Borrell. Este señor, actualmente presidente del Parlamento Europeo, no era precisamente el candidato preferido de la cúpula del PSOE. Así que le acabaron obligando a dimitir para poner al candidato Almunia, un señor con todavía menos carisma.

Resumiendo, el PSOE fue incapaz de presentar una candidatura decente a la presidencia del govierno español y terminó regalándole la mayoría absolluta al PP. Lo cual, aparte de causar mi nacimiento como fervoroso simpatizante de ERC (liberales cuyo objetivo emblemático es independizar Cataluña de España), me indica que tienen ustedes Uribe para rato.

Atentamente
Lobisome

P.D.: recuérdeme por cierto que le defina convenientemente el término botifler usando al señor Borrell como insigne ejemplo.

Azul, verde o marrón...

... un cabrón es un cabrón.

Esta es la consigna que, sin acabarla de suscribir del todo, me vino al recordar de nuevo nuestras dos ciudades, empezando las dos por "B". Los colores, e insultos, de la consigna son para la policía que uno puede, o podía, encontrarse a lo largo y ancho del territorio español.

Sepa a modo de puntualización que azules son la Policía Municipal (los que a lo sumo te ponen multas de tráfico), verdes la Guardia Civil (militares metidos a policía, estos ya más en serio) y marrones eran la Policía Nacional (nacional de España, cómo no). Digo "eran" por que la democracia los acabó poniendo de azul invalidando la consigna. Y cabe decir que Franco les vestía de gris cuando se entretenían persiguiendo por la calle estudiantes, sindicalistas y demócratas de diverso pelaje.

Pero me estoy desviando del tema... Azules, eran azules los tres policías que ví juntos al salir hoy del tren camino del trabajo (puede contarle a sus paisanos que un servidor es como si fuera al trabajo en Transmilenio). Sí, tres, cifra inaudita, con furgón incluído!

Y recordé entonces la típica estampa bogotana en que los policías iban y venían en múltiplos de cinco. Y sí, me pasaba los días alarmado al ver tanto uniforme junto. Y es que debo aclarar que, a pesar de no haber tenido nunca problema alguno con uniformados (incluso me libré del Servicio Militar), vivo en un entorno en que la policía son pareja (de hecho) y el verlos convertidos en un trío más que morbo produce preguntarse: ¿Qué cosa tan grave estará pasando?

Recuerdo también a mi suegra, rola de pro sin llegar al chirrido, le quitaba contínuamente importancia hasta conseguir que lo aceptara como algo normal del lugar. Y tanto lo consiguió que acabé por convencerme que tanta presencia uniformada, tanto policía junto por la calle, tanto vigilante empistolado en cada tienda, tanto control de bolso entrando en centros comerciales y estaciones de Transmilenio... Todo eso era en parte, sólo en parte, consecuencia de un recuerdo de malos tiempos en que la violencia te esperaba a volver cada esquina sin importar el barrio.

De eso me convencí en parte por que no ví nada realmente peligroso en el mes que me pasé en Bogotá, por que Colombia se merece que sea verdad mi deseo y por haber recibido un trato exquisito de todo uniformado que me encontré, aunque fuera quizás por la ventaja de ser como un poco gringo.

Atentamente,
Lobisome

P.D.: déjeme puntualizarle que los policías que me despertaron el temor y el recuerdo no eran de ninguno de los cuerpos de seguridad antes mencionados, sino Mossos d'Esquadra, los "buenos" según a quién preguntes y que están desplazando ese color verde y apropiándose de casi todo el azul del territorio catalán.

marzo 14, 2006

El mito de ser bogotano

Estimado Lobisome:

Como en su caso, soy descendiente de inmigrantes. Bueno… más o menos. Aquí no se piensa en esos términos, solo si vienen de otro país. Por eso aquí no hay pingüinos. O tal vez los haya, pero no sabemos. Antes de responderle a esta pregunta debería presentarle el panorama de la identidad en mi ciudad.

Mi padre no nació en Bogotá, como yo, sino en Ibagué, a tres horas de aquí. Y sus padres, mis abuelos, nacieron en otros lugares del Tolima —el departamento del que Ibagué es capital— y Huila —que hasta el año en que nació mi abuela era parte del Tolima—. Mi madre sí nació aquí, al igual que sus padres. Pero la familia de mi abuelo era de Antioquia y la de mi abuela del norte de Cundinamarca. Hoy puedo decir que soy un bogotano de verdad, no solo porque aquí nací y he crecido, porque hablo con el insulso acento de esta ciudad y me encanta el ajiaco, sino porque parte de ser bogotano es ser descendiente de gente del Tolima, del Huila, de Cundinamarca, de Boyacá y de Santander —los departamentos cercanos a Bogotá— o, aunque en menor medida, de cualquier otro lugar de Colombia.

Solo hasta hace unos pocos años más de la mitad de la población de Bogotá llegó a estar representada por nativos de la ciudad. ¿De qué otra manera una ciudad crece de manera tan vertiginosa, tan espantosa, si no es con forasteros? Pasar de menos de un millón de habitantes a siete millones en cincuenta años es algo que solo pueden lograr los conejos. Y el fenómeno sigue, desde luego.

Sin embargo es común, dentro de la tradicional ignorancia y ceguera de este país, considerar que hay unos bogotanos “de verdad” y otros que son “provincianos” o “calentanos”. Según ese mito, esos venidos de más allá son apenas unos pocos, aunque cada vez son más, que han llegado muy recientemente, que no han podido ni han querido adaptarse al trajín de una metrópoli, de una capital que hasta hace unos años era “auténtica”.

En efecto, según el mito, antes del famoso 9 de abril de 1948, Bogotá era aún la ciudad de los bogotanos: se vestía de paño, se llevaba sombrero y paraguas, se era elegante y cortés con las damas, hacía muchísimo frío —note usted que el tema del clima es muy importante—, las familias se conocían las unas con las otras y, para no ir más lejos, había una indiscutible semejanza entre su urbanismo y el de Londres y París o, según otras versiones, la intelectualidad y la democracia era comparables con las de Atenas en tiempos de Pericles.

Aún hoy es posible oír a los ya octogenarios miembros de las dichas familias —las que se conocían entre sí— hablando con voz entrecortada sobre cómo era de bonito antes, sobre cómo podía irse al árbol a recoger nueces. Esas casas y esos árboles quedan hoy pero ahora hacen parte del centro —extendido— de una ciudad que ha crecido en tamaño mucho más que su población, que se ha tragado ya seis o siete pueblos aledaños y “amenaza” a otros tres o cinco. ¿Cómo quieren estos sujetos que la ciudad siga siendo la misma de hace años, el mismo villorrio a las faldas de Monserrate? Hoy la mayoría de sus hijos, nietos y bisnietos son inmigrantes en otros países, normalmente en calidad de embajadores, cargos directivos de empresas, estudiantes o sencillamente esposas. Me pregunto cómo se presentarán allá. ¿Como colombianos? Probablemente, como colombianos “pero más cercanos a ustedes”.

El caso es que ese mito de unos pocos ya es patrimonio de muchos aquí —y me incluyo— y sigue replicándose, en serio y en broma, en muchas situaciones. ¿Y cuándo es necesario hacer uso de él? Cuando nos enfrentamos al “otro”, a ese que en el mito se llama “calentano”, el que en su mitología nos llama “patifrío” o “enruanado”. Pero esa es otra historia que le contaré más adelante, mi querido hombre lobo.

Un saludo.